viernes, 6 de enero de 2017

EL GRAN SALTO ADELANTE, O CÓMO NO HACER LAS COSAS

Entre 1958 y 1961, China vivió uno de los períodos más difíciles de su historia. En este lapso de tiempo, el gigante asiático experimentó brutales pérdidas demográficas -sobre cuyas estimaciones los historiadores no se ponen todavía de acuerdo-, propiciadas por una serie de nefastas políticas colectivistas impulsadas por el gobierno opresor y políticamente envilecido de Mao Zedong.

En efecto, se recuerdan muy pocas programas gubernamentales que, con el objetivo inicial de hacer el "bien" para su pueblo y contribuir a su desarrollo, hayan causado a este un mayor e irreparable daño como lo infligió el llamado Gran Salto Adelante.

Mao Zedong ejecutó severa e inflexiblemente el
Gran Salto Adelante. Original aquí  
El Gran Salto Adelante consistió en un plan de medidas fundamentalmente económicas lideradas por Mao Zedong, que tenían como gran objetivo la consolidación de China como un Estado comunista a través de unas serie de políticas de colectivización que se dejaron sentir, principalmente, en la agricultura. Para llevar a la práctica esta empresa, se crearon comunas -esto es, unidades económico-sociales de trabajo común, donde la prohibición y persecución de la propiedad privada se tradujo en la colectivización de los medios de producción- por todo el país. Así las cosas, la práctica privada de la agricultura fue a partir de ese momento considerada como una actividad "contrarrevolucionaria", enemiga de los principios sobre los que se asentaba el demencial régimen maoísta, y fue, por lo tanto, atrozmente perseguida y castigada. La concepción individual de la persona había perdido toda razón de ser en la China comunista de Mao, que concebía al pueblo chino como una dócil masa homogénea de gentes que se habían visto privadas de toda libertad y obligadas a pensar como uno solo. Uno de los momentos más horripilantes de la historia de China acababa de comenzar.

El otro gran objetivo de la campaña fue la industrialización del país. Para lograr este cometido, el líder comunista trató de hacer de la producción de acero un sector emergente en China. Se llevó a cabo, pues, una desmesurada movilización de campesinos hacia el sector del acero, pretendiendo con esto el "Gran Timonel" construir una imagen de una nueva China, socialista e industrial, si bien los exorbitantes esfuerzos destinados al acero -de pésima calidad y muy poco o nada competitivo, por cierto- hicieron olvidar la agricultura. Las cosechas dejaron de ser recogidas, e ingentes toneladas de alimentos se pudrían mientras millones de personas morían de inanición. 

Pese a las críticas recibidas desde varias alas del partido, Mao se mantuvo fiel a un plan que consideraba del todo acertado y, lejos de aceptar las propuestas alternativas de sus compañeros de partido, emprendió una maliciosa purga en el seno del mismo, destinada a eliminar a todos aquellos militantes entre los que se pudiera apreciar un mínimo atisbo de disidencia.

Hay que destacar, empero, que las condiciones climáticas tampoco fueron especialmente favorables. Las catástrofes naturales asolaron durante esos tres años el país, perdiéndose cosechas enteras, millones y millones de toneladas de alimentos. Con todo, no era la primera vez que se daban en China catástrofes de estas características, que jamás habían causado tantos estragos como los que resultaron del Gran Salto Adelante. Sería ingenuo, pues, achacar el fracaso de estas políticas única y exclusivamente a unas condiciones climáticas adversas que se habían dado igualmente en épocas anteriores. La responsabilidad última del hundimiento de la campaña -que por su propia naturaleza estaba condenada, ya desde el principio, al más rotundo fracaso- fue del desastroso gobierno de Mao Zedong y, concretamente, de este último, que pese a las recomendaciones recibidas de los altos directivos de su partido prefirió continuar hasta el final empleando la coacción y las amenazas de encarcelamiento, tortura y ejecución, como bases de funcionamiento de su proyecto, implacablemente liderado por el mayor genocida de cuantos la historia ha conocido.

La tasa de natalidad cayó espectacularmente en China
durante el Gran Salto Adelante, contrariamente a la mortalidad.
Original aquí 
La más inmediata consecuencia de tan desastroso programa de políticas colectivistas fue la Gran Hambruna China, que provocó la muerte de entre 18 y 32 millones de personas -para algunos autores las pérdidas demográficas fueron aún mayores, elevándose por encima de los 40 millones de muertos- como consecuencia de la inclemente carestía de alimentos. La producción agrícola cayó estrepitosamente pese a los intensos esfuerzos de los campesinos, que trabajaban en situaciones de explotación tan penosas que correctamente podrían calificarse de esclavitud. Muchos buscaron rápidamente la salida del país, algo que se mostraba prácticamente imposible debido a los rigurosos controles fronterizos; y la desnutrida población, en un desesperado intento por sobrevivir, no dudaba a la hora de llevarse a la boca lo más nauseabundo e incomestible de cuanto podamos imaginar.

El Gran Salto Adelante se nos aparece como un indicio más de que el colectivismo y la supresión de la propiedad privada, lejos de solucionar problemas, los agrava hasta el punto de hacerlos irresolubles. La ineficiencia y la eterna condenación al fracaso son intrínsecas a este tipo de políticas que a día de hoy, por el propio peso de la evidencia empírica, parecen, afortunadamente, haber sido descartadas en prácticamente todo el mundo.

viernes, 30 de diciembre de 2016

LA RENTA BÁSICA: QUÉ OPINO SOBRE ELLA

A partir del 1 de enero de 2017 y hasta el 31 de diciembre de 2018, el Gobierno de Finlandia proporcionará una renta básica de 560 euros mensuales a 2.000 desempleados, con el objetivo de analizar qué efectos tendría la implantación de una renta básica generalizada sobre la economía del país nórdico (noticia completa, aquí).

Ciertamente, la idea de garantizar la subsistencia de las personas más desfavorecidas mediante una asignación económica mensual puede parecer una fantástica iniciativa en la teoría -precisamente por esto no pondré en duda las buenas intenciones de quienes la diseñaron-. Pero lo cierto es que en la práctica esto no es
así. Si la renta básica fuese la panacea a la erradicación de la pobreza universal, seguramente ya llevaría años implantada, y el mundo sería, sin lugar a dudas, un lugar mejor. Sin embargo, la renta básica, lejos de ser la solución a todos los problemas económicos, se convierte en un elemento pernicioso, y paradójicamente empobrecedor si cabe, de la sociedad. Veamos por qué.

En primer lugar, el brutal aumento de la presión fiscal que indudablemente conllevaría la implantación de la renta básica sería inconcebible en países como los de sur de Europa -España lógicamente incluida-. El espectacular clavazo fiscal que para el contribuyente de a pie -no necesariamente rico- supondría su puesta en funcionamiento haría de esta iniciativa una medida contraproducente, pues la garantía de la renta básica para unos sería a costa del pago de impuestos -y consiguiente empobrecimiento- de otros, pudiendo llegar la renta de estos despojados contribuyentes, en los casos más extremos, a equipararse a la de aquellos cuya subsistencia les es asegurada pese a no hacer absolutamente nada. Y justamente de aquí parte un segundo aspecto de la cuestión.

La propuesta de una renta básica de 600 euros
 mensuales figuró en el programa electoral de Podemos
 para las pasadas elecciones generales.
¿Puede ser la renta básica un incentivo para buscar empleo o sería justamente lo contrario? Sinceramente, me inclino más a considerar lo segundo. La implantación de la renta básica, en mi siempre humilde opinión, supondría un duro ataque a la cultura del esfuerzo y de la retribución del trabajo que tanta sangre, sudor y lágrimas ha costado conseguir en Europa. Y la implantación de la medida concretamente en España, aunque me duela, y mucho, admitirlo, significaría la definitiva consolidación del problema del free rider - traducido al español como "problema del gorrón"- del que lamentablemente tanto adolecemos en nuestro país. Y hay que destacar, muy relacionado con esto anterior, la irrupción en las últimas décadas en nuestro país de verdaderos expertos devoradores de recursos sociales. ¿Cómo es posible apoyar la renta básica en España, donde la economía sumergida, al cierre del pasado año 2015, representaba el 18,2% de nuestro PIB? ¿Cómo apoyar la renta básica en un país donde el trabajo "en negro" campa libremente y a sus anchas? ¿Cómo estaríamos seguros de que aquel que recibe este tipo de asignación no viene de ingresar 5.000 euros, aunque claro está, sin declararlos?

Creo, por otra parte, que aquellos que defienden la renta básica exaltando el supuesto componente caritativo de la misma tienen una concepción de la caridad bastante distante de la que yo tengo. Desde mi punto de vista, la solidaridad y la caridad deben ejercerse siempre desde la propia y libre voluntad de la persona, que en ningún caso debe ser obligada por el Estado a realizar, de manera forzada, lo que el propio Estado cree que es caritativo y solidario -esto es, la financiación de la renta básica mediante los impuestos pagados, con un margen muy exiguo, si no nulo, para la libre y optativa voluntad de ayudar al prójimo a través de otros medios-. La caridad, considero, jamás debe ser abordada desde esta perspectiva.

Este texto, quiero resaltar, no pretende ser un manifiesto de carácter profético sobre lo que considero que serán las consecuencias del experimento de la renta básica en Finlandia. Ni mucho menos. Soy completamente consciente de las muchas diferencias que separan a Finlandia de, por ejemplo, los países del sur de Europa, tales como España, Portugal, Italia o Grecia, en lo que a fiscalidad y nivel de renta per cápita se refiere -a esto hay que sumar la colosal economía sumergida anteriormente mencionada que tan tristemente tradicional se ha convertido en España-. Si que creo, no obstante, que la implantación de la renta básica que tan perjudicial y destructiva sería para nuestra economía, también lo sería -aunque seguramente en bastante menor medida- en Finlandia. Con todo, tan solo trato de exponer por qué considero que la renta básica puede ser de todo, menos justa y solidaria. Por todo lo expuesto y porque, además de pensar que existen alternativas mucho más efectivas y viables para ayudar a los ciudadanos más necesitados, siempre he sido más partidario de "dar la caña antes que el pez", rechazo rotundamente una renta básica arrancada del trabajo diario de millones de contribuyentes, y destructora de incentivos al esfuerzo. ¿De verdad tantos años de evolución de la especie humana, de desarrollo a nivel científico, filosófico, moral y ético, para terminar recibiendo una denigrante renta que bajo ningún concepto procede de la libre voluntad caritativa de las personas, sino del antojo de un Estado que no se ensucia precisamente las manos para conseguirla, y por la simple condición de existir físicamente?

lunes, 26 de diciembre de 2016

POR QUÉ LA ESTANFLACIÓN ACABÓ CON KEYNES

"We now have the worst of both worlds-not just inflation on the one side or stagnation on the other side, but both of them together. We have a sort of "stagflation" situation" (Tenemos ahora lo peor de ambos mundos-no solamente inflación por un lado y estancamiento por el otro, sino ambos a la vez. Tenemos una especie de "estanflación").
Ian Macleod, a quien se atribuye la acuñación
del término "estanflación". Original aquí
Con esta frase pronunciada ante el Parlamento británico en 1965, el por entonces ministro de Finanzas del Reino Unido, Ian Macleod, acuñaba el término de estanflación para referirse a una situación nunca antes recordada en la historia de la economía mundial: la combinación de inflación y estancamiento económico al mismo tiempo, situación que trastocaría profundamente los incuestionables credos de la economía de la época.

En el período comprendido entre 1945 -año en el que finaliza la Segunda Guerra Mundial- y 1973, Keynes se convirtió en el más influyente economista de cuantos hasta ese momento se recordaban, siendo elevado a una especie de director espiritual de la economía mundial. Las medidas propuestas por Keynes para combatir las situaciones de recesión y crisis económicas fueron adoptadas por gobiernos de todo el planeta, pero ¿por qué tuvo Keynes tanto éxito durante este período?

Para responder a esta pregunta es necesario partir de la simple e inocente fórmula en la que se fundamenta el engorroso y complejísimo modelo keynesiano (más sobre la economía keynesiana, aquí: http://www.imf.org/external/pubs/ft/fandd/2014/09/basics.htm). Así pues, la fórmula expresada como  DA=Y=C+I+G+(X-M) constituye la más elemental cimentación de la macroeconomía de Keynes. La demanda agregada o demanda global -o, si queremos, producción o PIB- es igual a la suma de los componentes consumo, inversión, gasto público y exportaciones netas- esto es, diferencia entre exportaciones e importaciones-. La fórmula no podría ser más sencilla. Si a esto únicamente le sumamos que para Keynes ninguna otra variable sino la demanda agregada es la que impulsa y estimula la actividad económica -algo que se deduce de la propia fórmula- y que de los dos grandes problemas identificables en la economía de su tiempo, desempleo e inflación, para él era el primero el más relevante, ya tenemos una muy básica e introductoria -aunque suficiente para la cuestión que nos concierne- noción de la visión keynesiana de la economía.

Según lo expuesto por Keynes, para impulsar la economía basta con estimular las variables que componen la fórmula de la demanda agregada: incrementar el consumo, vía disminución de la presión fiscal; la inversión, a través de una reducción de los tipos de interés; el gasto público, flexibilizando el presupuesto; y las exportaciones, por medio de una disminución del tipo de cambio. Por supuesto, esto traería consigo un notable incremento de la oferta monetaria, haciendo crecer la inflación; algo que, no obstante, estaría excusado y justificado por el aumento del empleo. Con esta sencilla receta se conseguiría, según Keynes, recuperar una situación de estabilidad en plena Depresión de los años 30, combatiendo y poniendo fin al desempleo, el gran enemigo de la economía keynesiana. 

Gobiernos de docenas de países a lo largo y ancho del globo llevaron a la práctica con relativo éxito las teorías que Keynes había dejado escritas sobre el papel décadas antes, plasmadas en obras extraordinariamente influyentes entre las que destaca, por encima de todas, la Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936). Parecía que Keynes, partiendo de una fórmula irrisoriamente elemental, había encontrado una verdadera panacea, la solución a todos los problemas que en una economía se podían presentar, a través del mero incremento de la demanda agregada, de la producción y, en consecuencia, del empleo. De todo esto se desprende que para el economista británico desempleo e inflación no se pueden dar a la vez -si se incrementan los componentes de la demanda agregada, la inflación aumentaría, pero también lo haría el empleo, y justo lo contrario ocurriría a la inversa-.

Original aquí
La crisis del petróleo de 1973, sin embargo, lo cambió todo. Absolutamente todo. El modelo de Keynes, que propugnaba la incompatibilidad entre inflación y desempleo, había tocado fondo. El mundo se encontraba ahora inmerso en una situación radicalmente distinta, con unas elevadísimas tasas de desempleo que convivían con una inquietante y desalentadora inflación motivada no por una contracción de la demanda agregada, sino por una decisión exógena, no contemplada por la hasta cierto punto ingenua fórmula de Keynes: la de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) de no exportar petróleo a los países que durante la Guerra de Yom Kipur habían apoyado a Israel -Estados Unidos, Reino Unido y Francia principalmente, aunque también a otros-. Las consecuencias fueron devastadoras: en tres años, el índice de precios al consumo (IPC) se había cuadriplicado en Estados Unidos, y el desempleo había pasado del 5,6% al 8,5%. Consecuencias muy parecidas tuvieron lugar en el resto de países sometidos a este embargo petrolífero.

Conviviendo ahora inflación y desempleo, las medidas keynesianas perdieron todo tipo de credibilidad, propiciando un nuevo giro de la economía en favor de propuestas de muy distinta naturaleza. La solución ya no pasaba por un incremento de la demanda agregada, que conduciría irremediablemente a alimentar aún más la alarmante situación inflacionaria, sino por mirar a nuevos -y al mismo tiempo viejos- horizontes, inclinándose más hacia las ideas liberales de economistas como Friedrich Hayek, que comenzaba ahora a adquirir la popularidad de la que Keynes -tanto vivo como muerto- no le había dejado disfrutar.

La reducción del gasto público y de los impuestos y la contracción de la oferta monetaria fueron algunas de las principales medidas que desde países como Estados Unidos con Ronald Reagan o Reino Unido con Margaret Thatcher se aplicaron para poner fin a la estanflación. Medidas que con más éxito que fracaso no han conseguido salvar el interminable debate al que se enfrenta la economía de los siglos XX y XXI: intervencionismo o libertad económica, Keynes o Hayek.

jueves, 22 de diciembre de 2016

KEYNES VS HAYEK. EL CHOQUE QUE DEFINIÓ LA ECONOMÍA MODERNA

Hará apenas un par de semanas que terminé de leer Keynes VS Hayek (Deusto, 2013), del periodista británico Nicholas Wapshott (algunos de sus artículos más interesantes, aquí: http://www.newsweek.com/authors/nicholas-wapshott). El libro está marcado, fundamentalmente, por el continuo contraste que hace Wapshott de los puntos de vista de estos dos decisivos economistas -John Maynard Keynes y Friedrich Hayek-, y que son, como bien es sabido por el público en general, radicalmente opuestos.   

Keynes abordó la crisis, la Gran Depresión que siguió al Crac del 29, partiendo de la consideración de que el laissez-faire se había visto superado por los acontecimientos, proponiendo llegar a una especie de punto intermedio entre capitalismo y socialismo, entre conservadurismo y socialdemocracia. Ello suponía que, partir de ese momento, el Estado debería intervenir activamente en la economía en aras de corregir las fluctuaciones del ciclo económico. Su propuesta para hacer frente y poner fin a la Gran Depresión se basaba esencialmente en una reducción de tipos de interés y en la inversión estatal en obras e infraestructuras públicas, medida especialmente impopular entre los tradicionales economistas de la Escuela austríaca. Frecuentemente Keynes alentaba y animaba a las familias británicas a comprar y a gastar para estimular la economía, convencido de que la clave última para combatir la terrible crisis del momento residía en el aumento de la demanda agregada.

John Maynard Keynes y Friedrich Hayek. Original aquí
La postura de Hayek, no obstante, en nada se parecía a la de Keynes. Hayek se mostró siempre como un defensor a ultranza del laissez-faire, considerando que la intervención del Estado en la economía no solo distorsionaría su funcionamiento y conduciría a la inestabilidad económica, sino también al desastre institucional -Hayek siempre alegó que las propuestas keynesianas conllevarían ineludiblemente la imposición de un régimen tiránico y dictatorial-. Hayek argumentaba que el Estado no conoce, ni puede llegar a conocer, los deseos, preferencias y necesidades de sus ciudadanos -o al menos no tan bien como ellos-, y que cualquier actuación que implicase una alteración artificial del sistema de precios "por decreto", vía sector público, sería profundamente negativa. Los mercados, pues, eran los únicos que para el economista austríaco podrían llevar al equilibrio, a un equilibrio natural. En medio de la extenuante y dantesca crisis que en ese momento asolaba el mundo, no sabía Hayek cuánto tiempo tardarían los mercados en alcanzar nuevamente el equilibrio, pero estaba convencido de que tarde o temprano lo harían. 

Wapshott dedica una gran parte del libro a relatar el tenso y hostil debate intelectual que se forjó entre estos dos economistas en los años 30. Las críticas de Hayek a la Teoría General de Keynes serían recurrentes, burlescas y, sobre todo, incisivamente feroces -más aún proviniendo de Hayek, hombre conocido por sus buenos modales y por su caballerosidad, así como por su sosegada tranquilidad. De otra parte, también la réplica de Keynes a las reprobaciones de Hayek fue satírica y ofensiva en cierto modo. La abismal disparidad entre dos concepciones de la economía que eran como el agua y el aceite dio lugar a esta "despiadada" -aunque enriquecedora e interesante al mismo tiempo, todo sea dicho- confrontación de ideas a lo largo de la década de los 30. 

Las ideas de Keynes, dice Wapshott, no alcanzarían su más absoluto reconocimiento entre las autoridades político-institucionales hasta después de su muerte. En efecto, muerto el economista de Cambridge, gobernantes del mundo entero comienzan a llevar a la práctica las propuestas de Keynes para salir de la crisis. El incremento del gasto público -y, consecuentemente, de la deuda pública-, las ayudas concedidas por los Gobiernos a múltiples actividades, la ampliación de prestaciones por desempleo, el aumento de los salarios mínimos o los planes de construcción de viviendas sociales fueron tan solo algunas de las medidas de índole puramente keynesiana que presidentes como John F. Kennedy o Lyndon B. Johnson adoptaron durante sus respectivos mandatos. Al mismo tiempo, grandes e influyentes economistas del momento, como John K. Galbraith o el premio Nobel de economía Paul Samuelson, se declararon fieles discípulos de la economía keynesiana. Las ideas de Friedrich Hayek -y de toda la Escuela austríaca en general- habían caído en el ostracismo, hasta el punto de ser consideradas como obsoletas y anticuadas. 

Margaret Thatcher y Ronald Reagan, fervientes
defensores de las propuestas hayekianas.
No sería hasta la irrupción de la estanflación a comienzos de la década de los 70, cuando como consecuencia de la crisis del petróleo se alcanza una estrepitosa y alarmante inflación y unas muy elevadas tasas de desempleo cuando la economía da un vuelco radical hacia las ideas de Hayek. Las medidas de corte keynesiano que durante tantas décadas se habían llevado aplicando no resultaban efectivas ante un nuevo problema, nunca antes visto, que parecía requerir otro tipo de soluciones. Cobran relevancia ahora las teorías hayekianas, que serían llevadas a la práctica, principalmente, por Ronald Reagan en Estados Unidos y por Margaret Thatcher en Reino Unido. La privatización de empresas estatales, la eliminación de subsidios a sectores claramente improductivos, el control de la inflación -eterna enemiga de los austriacos- y de la oferta monetaria, y la disminución del gasto público, así como de los impuestos, fueron algunos de los platos fuertes de las administraciones pro libre mercado (con todo, Hayek nunca se mostró en exceso conforme con la política económica de Thatcher y de Reagan, aduciendo que, pese a hacer estos políticos grandes esfuerzos por reducir la dimensión del Estado, este seguía teniendo un peso importante en las sociedades británica y estadounidense, respectivamente). 

Wapshott también establece, ya en la parte final del libro, una suerte de paralelismo entre la Gran Depresión de los años 30 y la Gran Recesión que sufrimos hoy día. Cree Wapshott que la crisis de la que adolecemos en la actualidad es señal de que el libre mercado, dejado campar a sus anchas, no puede funcionar correctamente. Sin embargo, afirma que tampoco el keynesianismo puede considerarse como la solución a todos los problemas económicos, como demostró el relativo fracaso del paquete de estímulos de Obama de 2009, que era puramente keynesiano y que no logró poner fin, como Obama esperaba, a la crisis. Ni el libertarismo austriaco de Hayek ni el intervencionismo keynesiano son, por tanto, la panacea a todas las contrariedades de la economía, aunque cree Wapshott -esto como aportación suya- que el hecho de que el gasto público de todos los países occidentales sea mayor hoy que hace 70 u 80 años, y que también la regulación estatal de las empresas es mayor hoy que hace un siglo, puede ser indicio de que fue Keynes quien finalmente venció el debate intelectual.   

A pesar de dedicar la mayor parte del libro a contrastar de manera objetiva -o aparentemente objetiva- la teoría económica de Keynes y de Hayek, Wapshott trata de ir más allá de una mera redacción de hechos, evidenciando, por ejemplo, la permanencia que han tenido hasta hoy ambas doctrinas, la que siguen teniendo y la que tendrán en el futuro, haciendo alusiones a importantes economistas y a su forma más keynesiana o austriaca de entender la economía, e ilustrando del mismo modo cómo prácticamente todos los gobernantes desde el periodo de entreguerras hasta hoy -desde Franklin Delano Roosevelt hasta Barack Obama- han aplicado, en mayor o menor medida, las medidas de Keynes o de Hayek.

martes, 29 de noviembre de 2016

POPULISMO, PROTECCIONISMO Y EL DESASTRE AL QUE NOS ENFRENTAMOS

No es una novedad. Tampoco una sorpresa. Es, casi con toda seguridad, la palabra más sonada en los informativos, noticas y telediarios del momento. El populismo está de moda, y ahora más que nunca. La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses hace hoy tres semanas no ha hecho más que corroborar el auge que en la actualidad están experimentando los populismos.

Resultado de imagen de trump populista
La victoria de Donald Trump deja abierta la siguiente pregunta: ¿Es posible
que tengan cabida los populismos también en Europa?
La definición del término populismo, sin embargo, no deja de seguir siéndonos difusa y muy heterogénea en tanto que sometida a múltiples interpretaciones y puntos de vista. De ese gran cúmulo de dispares y variopintas definiciones, me atrevo, no obstante, a dar mi propia definición de populismo, la que considero más acertada. El populismo es la tendencia -en este caso política- que busca atraerse el apoyo de las clases populares -y no tan populares- mediante un discurso deshonesto y falaz, culpando siempre a un tercero, a una casta o élite la mayor parte de las veces minoritaria, de los males de la sociedad. Y a esta definición se ajustan los programas e idearios de numerosos grupos políticos.
Desde el Frente Nacional francés hasta el UKIP británico, pasando por Alternativa para Alemania, el Partido de la Libertad de Austria, el Movimiento 5 estrellas italiano o Podemos en España, todos estos partidos han destacado por el marcado ápice populista de su discurso, ya sea de derechas o de izquierdas -bien sabe el lector que los extremos, al final, se tocan-.
Pero existe un elemento ulterior, esencial, al que no me he atrevido a aludir en mi definición de populismo pese a estar presente en todos los programas de los partidos anteriormente citados. Hablo del proteccionismo económico.
De izquierda a derecha: Marine le Pen, del Frente Nacional francés;
Pablo Iglesias, de Podemos; Nigel Farage, de UKIP;
y Beppe Grillo, del Movimiento 5 Estrellas italiano.

En efecto, cual Sancho Panza a Don Quijote, el proteccionismo económico y la aversión al libre comercio se han convertido en los más fieles escuderos de los parlanchines líderes populistas, y en el centro de gravedad de su áspera, vasta y empalagosa retórica. La crítica a la globalización como saqueadora de las rentas nacionales y como responsable en cubierto de la generalizada situación de crisis de la que adolecemos es común a todos ellos. La diferencia entre ambos extremos -extrema derecha y extrema izquierda- hará en este caso referencia, más bien, a ese tercero al que culpar al que ya mencioné en mi definición de populismo, a ese chivo expiatorio al que achacar e imputar la nefasta y deplorable situación del país que corresponda. Para los populistas de extrema derecha, son los inmigrantes los que, llegados muchas veces ilegalmente al país, roban el empleo nacional, sin perder ripio del excepcional Estado del Bienestar del que gozamos en occidente, principalmente en Europa. Para los de extrema izquierda, son los ricos los que, aprovechándose del tirón de la globalización, incrementan sus beneficios a costa de la explotación de la clase obrera, pareciendo no entender estos individuos de la izquierda radical que la riqueza, por mucho que se empeñen, nunca será una tarta cuyos trozos hayan de ser igualitaria y proporcionalmente distribuidos entre la población, y que no puede crecer más, de tal forma que la riqueza de unos conduce ineludiblemente a la pobreza de otros. Pero, insisto una vez más, para ambos la esencia última de los problemas se encuentra en la globalización y en el libre mercado, culpable, por un lado, de la “libre” circulación de personas de un Estado a otro; y, por el otro, de que los ricos sean cada vez más ricos.
Que no se molesten, pues, los amigos de Podemos cuando ingeniosamente se haga referencia a su evidente parecido con Trump en lo que a las críticas al libre comercio y adopción de posturas proteccionistas se refiere. Bien podría haber yo caído en el engaño hipnotizador de estos expertos demagogos, de suerte que mi entrada no se llamaría así, sino quizás “La globalización: principio y final de todos los males del sistema”, y el matiz de mi escrito ser radicalmente distinto. Pero gracias a Dios no ha sido así. Ahora solo cabe esperar que el populismo proteccionista de Podemos y compañía no haga demasiados estragos en nuestro país. No nos dejemos llevar por esta corriente populista, mal endémico de nuestra sociedad actual. Nademos, más bien, a contracorriente, aunque sea más difícil, y permanezcamos fieles a nuestra convicción de que es el libre mercado -y no el proteccionismo, el encerrarse un país en sí mismo- el que permite inapelablemente alcanzar el máximo bienestar del conjunto de la sociedad.

jueves, 3 de noviembre de 2016

LA ESCUELA DE SALAMANCA DE ECONOMISTAS

¿Dónde y cuándo surge la economía como ciencia? En más de una ocasión los apasionados por la economía nos habremos planteado esta interesante pregunta. Siempre he tenido entendido -y creo que la mayoría de los economistas también así lo consideran- que fue el escocés Adam Smith con su obra La riqueza de las naciones, publicada en 1776, el padre de la ciencia económica. Había oído hablar, eso sí, de considerables precedentes: los mercantilistas, siendo Thomas Mun el más conocido de todos ellos, o los fisiócratas franceses, que tuvieron en François Quesnay su máximo exponente, por poner dos distinguidos ejemplos. Sin embargo, muy poco conocía acerca de la llamada Escuela de Salamanca, que en pleno siglo XVI ya había comenzado a abordar, con gran perspicacia y lucidez, cuestiones que muchos creíamos aparecidas con bastante posterioridad.

Ya sabemos que la infuencia ejercida por el pensamiento renacentista en España no fue decisiva en nuestro país, o al menos si la relacionamos con lo que ocurrió en otros países europeos. Los recelos ante un tal vez radical cambio ideológico fueron mayores en España que en Francia o Italia, y creo que de ello no cabe duda. Lo mismo sucedería un par de siglos más tarde con la Ilustración, la cual entiendo como una segunda oportunidad perdida por nuestro país para subirse al carro de la modernización y del desarrollo intelectual. Dejaré este debate, sin embargo, para otro momento. Seré, pues, optimista, y procederé a analizar la vital trascendencia que tuvieron para el nacimiento de la economía como ciencia propiamente dicha las investigaciones realizadas por un grupo de teólogos de la Universidad de Salamanca.

Si bien es cierto lo que dije anteriormente -esto es, el reducido impacto que tuvieron las novedades del pensamiento renacentista en España en comparación con el que tuvieron en otros países del Viejo Continente-, comenzó a formarse en torno a las esferas de la Universidad de Salamanca una congregación de eruditos que llevaron a la universidad a experimentar uno de sus más brillantes períodos, mediante una apertura hacia las corrientes de pensamiento renacentistas llegadas a España desde Italia, Francia y demás países extranjeros. Surge así esa prolífica corriente ideológica que hoy conocemos con el nombre de Escuela de Salamanca.

El impulso renovador de esta Escuela fue liderado por el fraile dominico Francisco de Vitoria, y supuso una nueva forma de abordar la teología, el derecho y la ciencia natural en España, con novedosas aportaciones que serían posteriormente exportadas a otros países a través de la docencia ejercida por los profesores salmantinos en universidades foráneas. Sin embargo, la Escuela de Salamanca, al margen de las aportaciones en los campos ya mencionados, puede y debe ser necesariamente valorada por sus prematuras indagaciones en lo que hoy día conocemos como ciencia económica.

Estatua de Francisco de Vitoria frente a la
Universidad de Salamanca
Los economistas de Salamanca trataron multitud de temas económicos que a día de hoy siguen estando de actualidad. Mostraron gran interés y preocupación, en primer lugar, por el derecho de la propiedad privada. La Escuela de Salamanca abordó esta cuestión -extraordinariamente controvertida en la España de la época- desde el punto de vista no meramente económico, sino también desde el punto de vista teológico, moral y espiritual. Contra la mentalidad del momento, los eruditos salmantinos se avinieron a reconocer la propiedad privada como algo positivo no solo para aquel que ejerce la propiedad directa sobre un bien, sino para la sociedad en su conjunto. Abro un pequeño paréntesis para recordar el contexto que enmarca la labor intelectual de la Escuela de Salamanca: siglo XVI, pleno apogeo de la Inquisición española y de su influencia sobre la sociedad. Presentes en todo momento estaban los moralizadores sermones de las órdenes mendicantes que invitaban -muy a menudo a través de la coacción espiritual- a llevar una vida pobre y austera, en la cual no tenía cabida, bajo ningún concepto, el derecho a la propiedad privada.


Frente a esta postura, los intelectuales de Salamanca -dominicos y jesuitas en su mayoría- pronto replicarían que la propiedad privada no debía ser en absoluto característica de una actitud pecadora y moralmente reprochable. La propiedad privada, según ellos, contribuía a estimular el comercio y la actividad económica, lo que a su vez llevaba a alcanzar el bienestar general e incluso la paz. Aludían además al mayor rendimiento y productividad que se obtenían del uso privado, no común, de los bienes, y argumentaban que una posible colectivización de estos no excluiría en ningún caso la existencia de grupos de poderosos que se aprovecharían de la debilidad del resto. Juan de Mariana, uno de los más importantes representantes de la Escuela, afirmó al respecto que "cuando un asno es de muchos, los lobos se lo comen".

Pero no fue el dilema de la propiedad privada la única preocupación de los economistas de la Escuela. Cuando Martín de Azpilicueta se constató de la subida generalizada de los precios que aconteció en España tras las ingentes cantidades de metales preciosos llegadas desde América, sin quererlo ni saberlo estaba sentando las bases de la teoría cuantitativa del dinero.

Azpilicueta advirtió cómo los precios de los países con gran afluencia de metales preciosos eran superiores a los precios de aquellos países con escasez de estos metales. Relacionando el poder adquisitivo de las monedas de diferentes países con su abundancia o escasez de metales preciosos, concluyó que la moneda es una mercancía mas, y que sus precios pueden, por ello, sufrir las mismas variaciones que cualquier otro producto. Finalmente, resumió su teoría del valor-escasez en la frase "toda mercancía se hace más cara cuando su demanda es más fuerte y su oferta escasea".

También la escuela de Salamanca realizó una interesante aportación a la aún muy inmadura ciencia económica planteándose si el préstamo con intereses o usura era o no digno de un comportamiento verdaderamente cristiano. La Iglesia Católica se mostraba por aquel entonces reacia al cobro de intereses por un préstamo, que consideraban un acto impúdico, si no herético, Desde Salamanca, escolásticos como Luis de Molina comienzan a abogar abierta y públicamente en favor del cobro de intereses. Consideraba Luis de Molina que al prestar dinero el prestamista asumía un importante riesgo que podía derivarse de la no devolución del préstamo. Luego, de manera brillante introducía Molina el concepto que hoy llamamos coste de oportunidad: aquello a lo que he de renunciar para conseguir algo. Así, en el caso planteado, al prestar dinero el usurero asume un coste de oportunidad, pues renuncia a destinar ese mismo dinero a otras actividades que podrían resultarle rentables.

Juan de Mariana, teólogo jesuita que
 da nombre al Instituto homónimo
Desgraciadamente, la Escuela de Salamanca caería paulatinamente en el olvido a lo largo del siglo XVII, al tiempo que España perdía su hegemonía europea y mundial. La vital aportación intelectual realizada por los teóricos de Salamanca, no obstante, ha tratado de ser reavivada  por economistas de la actualidad. Un claro e ilustrativo ejemplo sería la fundación del Instituto Juan de Mariana -dirigido por el eminente economista liberal Juan Ramón Rallo-, que toma su nombre de uno de los más notables representantes de la Escuela. En efecto, muchos han visto en la Escuela de Salamanca un importantísimo precedente del pensamiento económico liberal, y economistas de renombre como el estadounidense Murray Rothbard han afirmado expresamente que las raíces de la Escuela austríaca no se encuentran sino en Salamanca. Antes, sin embargo, el austríaco Joseph Schumpeter ya había reivindicado el papel desempeñado por la Escuela de Salamanca en la configuración de la ciencia económica, llegando a reconocer en su obra Historia del análisis económico (1954) a los intelectuales salmantinos como los posibles fundadores de la economía como una ciencia más.

Libertad económica y propiedad privada. Los dos principios básicos en los que se fundamenta el pensamiento económico de esta magnífica Escuela, rompedora con los prejuicios de su tiempo, muchos de los cuales perviven hoy día. Tan espléndida como olvidada, subyace bajo el liberalismo actual la labor de la Escuela.

martes, 25 de octubre de 2016

NIGERIA: EL GIGANTE AFRICANO

Como parte de una reciente tarea universitaria consistente en la elaboración de un informe económico referido, en mi caso, a los países del oeste de África, procederé a exponer un breve comentario económico-político-institucional de los últimos años 200 años de historia de uno de estos países: Nigeria.

La República Federal de Nigeria es un Estado soberano localizado en África occidental, colindante con Níger al norte, Chad y Camerún al este y Benín al oeste. Hacia el sur el país se abre al Océano Atlántico por medio del Golfo de Guinea. Dividida en 36 estados y un distrito federal -el Territorio Capital Federal de Abuya-, su forma de gobierno es la república federal presidencialista. Su capital es Abuya, aunque es Lagos, con más de 13 millones de habitantes, su ciudad más poblada.

Nigeria es un país con una amplia y dilatada historia, envuelta en la agitación y en la convulsión, y que se remonta a mucho antes de su colonización por parte de los europeos, concretamente de los británicos. Y es que desde su independencia Nigeria ha pasado por diversas formas de gobierno y organización política, viéndose involucrada en varias guerras y sufriendo reincidentes golpes de Estado.

Antes de su colonización, en el actual territorio nigeriano, coexistían potentes y complejos reinos junto con desarrolladas ciudades-estado asentados en el Delta del Níger, económicamente prósperas gracias al comercio de esclavos y de aceite de palma con los europeos, así como pequeñas tribus sin una clara organización política. Es de destacar, además, que a lo largo de su historia moderna y contemporánea, la zona que hoy día conocemos como Nigeria ha estado dividida, oficial y exxtraoficialmente, en tres grandes regiones geográficas definidas por los grupos y etnias que en ellas habitan: el norte, con predominio de los grupos Hausa y Fulani; el oeste, dominado por los Yoruba; y el este, tradicionalmente la región más rica en recursos, poblada fundamentalmente por los Ibos.

La presencia europea en la zona de África occidental siempre se explicó debido al comercio transatlántico de esclavos, extraordinariamente activo entre los siglos XVI y XIX, y que continuaría incluso después de su abolición en el primer tercio del siglo XIX. Las expediciones británicas en el Delta del Níger en torno a 1830 hicieron que Gran Bretaña, que hasta ese momento no se había mostrada especialmente interesada en el control de la zona, decidiese intervenir activamente en su ocupación, si bien no sería hasta el año 1861 cuando los británicos emprenderían su primera anexión de parte de Nigeria, ocupando la ciudad de Lagos y convirtiéndola en una de sus colonias. En 1885 los británicos establecen, en virtud de lo acordado en la Conferencia de Berlín, el Oils River Protectorate o Protectorado del Delta Nigeriano, situación que sería aprovechada por varias compañías comerciales inglesas que, gracias al apoyo y consentimiento del gobierno del Reino Unido, se establecieron en la zona y lograron hacerse con el monopolio comercial en el Delta del Níger.

En 1897, Frederick Lugard asume el control del norte de lo que hoy día conocemos como Nigeria. En 1900 se crearía el Protectorado del Norte de Nigeria, con Lugard como alto comisario, que en 1914 se unificaría con el anteriormente fundado Protectorado del Sur. Se había consumado así la unión de la Colonia de Nigeria, que, sin embargo, debería hacer frente desde el primer momento a numerosos problemas.

Las diferencias étnicas y religiosas entre diferentes tribus y territorios eran más que evidentes, como también lo era la gran divergencia existente entre las zonas costeras, más abiertas a la modernización y a los estilos de vida occidentales, y las zonas del interior, más arcaicas y subdesarrolladas en términos generales.

Bandera de la antigua colonia británica de Nigeria
En 1960, Nigeria alcanzó su independencia. El nuevo Estado nigeriano adoptó en un primer momento la monarquía como forma de gobierno, con la reina del Reino Unido, Isabel II, como Jefa del Estado, el cual se organizaría en una estructura federal con tres regiones (Norte, Sur y Este) que disfrutarían de una amplia y holgada autonomía cada una de ellas. En 1963, la monarquía dio paso a la república como forma de gobierno, y las primeras elecciones generales celebradas al año siguiente resultaron ser boicoteadas por uno de los partidos presentados a las mismas, la Gran Alianza Progresista Unida, que pasó, no obstante, a ocupar el poder. Comenzaban a gestarse en Nigeria las prácticas corruptas, de manipulación de los órganos e instituciones estatales y de fraude electoral que tan frecuentes serían en la recién independizada nación.

Niña severamente desnutrida durante
 la Guerra Civil de Nigeria
En 1970, los Ibos de la región este -muy abundante en yacimientos de petróleo- proclaman la independencia de la zona con el nombre de República de Biafra, que declaraba así su emancipación de Nigeria. Comenzaba pues la Guerra Civil Nigeriana (1967/1970), especialmente cruenta y encarnizada, y que se saldaría con la victoria de Nigeria y la disolución de la efímera e infructífera República de Biafra, cuyo territorio se anexionaba nuevamente a Nigeria.

En 1975, con el pretexto de ampliar aún más la autonomía de los estados federados nigerianos, se producía en el país un golpe de Estado. Así, se convocaron nuevas elecciones en 1979, aunque las acusaciones de corrupción y fraude electoral achacadas al partido vencedor, el Partido Nacional de Nigeria, llevaron a un nuevo golpe de Estado en 1983, cuyo resultado sería la suspensión de las libertades democráticas. Contra este régimen se gestó otro golpe de Estado en 1990, que acabó en fracaso y fue duramente reprimido.

Los violentos episodios protagonizados por el régimen en el poder aislarían internacionalmente a Nigeria, cuyo gobierno se vio forzado a celebrar elecciones democráticas en 1997 y en 1999, esta última con victoria del llamado Partido Democrático Popular (PDP) que, entre nuevas acusaciones de fraude electoral, ocuparía el poder con su líder, Olusegun Obasanjo, al frente del gobierno nigeriano durante dos mandatos consecutivos. Siguiendo las directrices del Fondo Monetario Internacional, el PDP -en el poder hasta mayo de 2015- pronto adoptaría medidas liberalizadoras de la economía, tales como la privatización de empresas públicas o el ajuste financiero; así como la congelación salarial.

Vista de la ciudad de Lagos, la más poblada de Nigeria
En la actualidad Nigeria es, con aproximadamente 181.500.000 habitantes, el país más poblado del continente africano y el séptimo del mundo. Su economía, tradicionalmente basada en la agricultura, ha pasado a convertir al petróleo -del que depende el 70% del presupuesto estatal- en su gran protagonista, y creció entre 2005 y 2014 a tasas muy próximas al 7% anual. Desde 2013, además, Nigeria es la mayor economía de África tras sobrepasar a Sudáfrica, si bien sigue manteniendo un PIB per cápita muy inferior al de este último. Por otra parte, el banco de inversiones Goldman Sachs contempla a Nigeria como una de las once economías más prometedoras del mundo en lo que a inversión y futuro crecimiento económico se refiere.

Sin embargo, Nigeria es un país extraordinariamente inestable desde el punto de vista político -como bien venimos deduciendo de su evolución histórica- donde la corrupción y la prevaricación son, por desgracia, noticias a las que los nigerianos están ya muy acostumbrados. Los enfrentamientos por motivos étnicos y religiosos son también más que frecuentes en un país donde la acción terrorista de Boko Haram causa pavor en las regiones del norte. Por otra parte, la precariedad sigue siendo uno de los principales problemas a resolver en Nigeria, con un 60% de su población en situación de pobreza extrema. Nigeria crece y crece demográficamente -la ONU estima que para 2050 será tras India y China el país más poblado del mundo-, pero los habitantes del gigante africano, con todo, no terminan de incorporarse a la globalización.